Microrrelatos

La feria. Rocío Orovengua
El hombre luce una inquietante sonrisa. "¿Otra?". Noto la sorna en su voz. Todo empezó porque Luisa quiso que ganara para ella ese estúpido oso. He perdido la cuenta del tiempo y el dinero que llevo intentándolo. Apunto a la diana, sujeto la escopeta, disparo... y fallo otra vez. Luisa me suplica que lo deje. "¿Otra?". El hombre sigue sonriéndome con ironía. Ya no oigo la música de las atracciones ni el murmullo del gentío ni las súplicas de Luisa, sólo la burla en su voz. Sujeto la escopeta, apunto y un segundo antes de disparar, sé con infinita certeza que esta vez no erraré el tiro.

 

Platonicol complex. Gabriel de Biurrum
Creen que es alergia, pero es amor. Mamá está preocupada. Ya no sabe si son las camisas, la lactosa o el centeno. El director y los otros me miran como si me fuera a morir en cualquier momento, y ninguno quiere estar delante cuando ocurra.
A mí me da igual, porque, a eso de las once, jadeo un poco y toso con un ruido como de arrastrar sillas. Abren la ventana de clase para que respire. Saco la cabeza y te veo venir por la calle Bergamín, con tu falda de cuadros y los calcetines caídos. ¡Qué buen jarabe, tu sonrisa! Fresca, brillante, antihistamínica.

 

El náufrago. Jesús Arribas
No reconocí al hombre que tenía frente al espejo. Mi barba llegaba a tocarme el pecho. Reí a carcajadas. ¡Si me vieran en el bufete de abogados! Ahora me había convertido en todo un catedrático de la supervivencia. Fui a alimentar la hoguera que llevaba encendida casi dos años, sin interrupciones, era lo más importante que tenía. Mi única salvación. Si un barco pasaba cerca y veía el humo vendría a rescatarme para devolverme a la civilización, a mi trabajo, a mi coche, a volver a leer un periódico, a mi mujer...
Llené un cubo de agua y me apresuré a apagar el fuego.

 

Tarta de fresa. Felisa Moreno
El chiquillo tenía los ojos muy abiertos, miraban golosamente el pastel de fresas, el nunca había probado un pastel. Sabía que existían, podía verlos en los escaparates de las pastelerías y sabía que eran dulces, Josito lo  probó un día y se lo había contado con pelos y señales. Volvió a su trabajo, buscó los pies de un elegante caballero, con lustrosos zapatos pero rechazó sus servicios. Tras varios intentos fallidos, nadie parecía estar interesado en limpiarse las botas aquel día, volvió a mirar el pastel. En realidad no era tanto dinero, podría haberlo pagado con la recaudación del día. Por un momento estuvo tentado de hacerlo, de entrar, sacar toda su calderilla, ponerla encima del mostrador, sonreír a la sorprendida dependienta y reclamar su preciada tarta. Pero entonces recordó a su mamá enferma, lo necesitaría todo para las medicinas.

 

El pozo. Luis Mateo Díez
Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años. Fue una de esas tragedias familiares que sólo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa. Veinte años después, mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse. En el caldero descubrió una pequeña botella con un papel en su interior. Este es un mundo como otro cualquiera, decía el mensaje.
      
BANDOLERO. José Mª Méndez
Un bandolero refería en rueda de compinches: «Yo soy un hombre honesto, de palabra. Cierta vez usé con una víctima la estúpida frase que nos atribuyen los literatos: “¿La bolsa o la vida?”. ─La vida ─me contestó el mocito─, valiente como el que más. Y tuve que quitársela. Luego, para respetar mi palabra, y ya que lo había dejado escoger entre la bolsa y la vida, dejé al pie de su cadáver una cartera repleta de billetes: su bolsa. Desde entonces, cuando trabajo interrogo así al candidato a interfecto: “¿La bolsa o la bolsa y la vida?”. Para dejar las cosas claras, ¿no?

 

HOUSTON. Nacho Ruiz
No consigo establecer contacto con Houston. Tengo un pequeño problema y no puedo decir aquello tan gracioso de “Houston, tenemos un problema” porque, para qué, no me oyen. Pero eso no es lo peor. Estoy encerrado en este cubículo de un par de metros que gira casi sin control dando vueltas al planeta a 36.000 km. de altura y no puedo decir “Houston, tengo un problema”. Conecte con el canal que sea, solamente oigo una carcajada histérica. Además, se ríe de mí y me dice que a ver cómo salgo de esta lata a 36.000 km. de altura. Pero eso no me asusta. ¿Por qué tendría que asustarme una carcajada? Por nada. Creo que me preocupan más lo golpes que dan a la puerta.

 

CORRECCIÓN CINEMATOGRÁFICA. René Avilés Fabila

Cuando el aterrado público esperaba ver al inmenso King-Kong tomar entre sus manazas a la hermosa Fay Wray, el gorila con paso firme salió de la pantalla, y pisoteando gente que no atinaba a ponerse a salvo, buscó por las calles neoyorquinas hasta que por fin dio con una película de Tarzán. Sin titubeos –y sin comprar boleto-, con toda fiereza, destrozando butacas y matando espectadores, se introdujo en el film y una vez dentro, ansiosamente buscó su verdadero amor: Chita.

 

EL SACAPUNTAS. Ursula Wölfel

Una mujer tenía la intención de escribir un gran libro. Se compró un montón de papel, cincuenta lápices nuevos y un buen sacapuntas. A partir de ese día su marido y sus hijos sólo hablarían bajo y andarían de puntillas, pues la mujer quería empezar enseguida a escribir el libro.
Preparó el papel y afiló el lápiz. Mientras tanto pensaba en la primera frase.
Afiló otro lápiz y siguió pensando la primera frase.
Afiló el tercer lápiz y todavía pensaba la primera frase.
La mujer afiló hasta el final los cincuenta lápices y otros siete mil quinientos doce. No tardó ni tres semanas. Todavía no había escrito la primera frase, pero ya era campeona del mundo en afilar lápices. Salió en el periódico.

 

HABLABA, HABLABA... Max Aub

Hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba. Y venga hablar. Yo soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses. Además hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro.

 

 EL AMOR  Kostas Axelos

Un estudiante alemán va una noche a un baile. En él descubre a una joven, muy bella, de cabellos muy oscuros, de tez muy pálida. En torno a su largo cuello, una delgada cinta negra, con un nudito. El estudiante baila toda la noche con ella. Al amanecer,  la lleva a su buhardilla. Cuando comienza a desnudarla, la joven le dice, implorándole, que no le quite la cinta que lleva en torno al cuello. La tiene completamente denuda en sus brazos con su cintita puesta. Se aman y después se duermen. Cuando el estudiante se despierta el primero, mira, colocado sobre el almohadón blanco, el rostro dormido de la joven que sigue llevando su cinta negra en torno al cuello. Con gesto preciso deshace el nudo. Y la cabeza de la joven rueda por la tierra.

 

LA TRISTEZA  Rosario Barros Peña

El profe me ha dado una nota para mi madre. La he leído. Dice que necesita hablar con ella porque yo estoy mal. Se la he puesto en la mesilla, debajo del tazón lleno de leche que le dejé por la mañana. He metido en el microondas la tortilla congelada que compré en el supermercado y me he comido la mitad. La otra mitad la puse en un plato en la mesilla, al lado del tazón de leche. Mi madre sigue igual, con los ojos rojos que miran sin ver y el pelo, que ya no brilla, desparramado sobre la almohada. Huele a sudor la habitación, pero cuando abrí la persiana ella me gritó. Dice que si no se ve el sol es como si no corriesen los días, pero eso no es cierto. Yo sé que los días corren porque la lavadora está llena de ropa sucia y en el lavavajillas no cabe nada más, pero sobre todo lo sé por la tristeza que está encima de los muebles. La tristeza es un polvo blanco que lo llena todo. Al principio es divertida. Se puede escribir sobre ella, “tonto el que lo lea”, pero, al día siguiente, las palabras no se ven porque hay más tristeza sobre ellas. El profesor dice que estoy mal porque en clase me distraigo y es que no puedo dejar de pensar que un día ese polvo blanco cubrirá del todo a mi madre y lo hará conmigo. Y cuando mi padre vuelva, la tristeza habrá borrado el “te quiero” que le escribo cada noche sobre la mesa del comedor.