Darío Fo. Discurso Premio Nobel 1997

Fragmento del discurso que Darío Fo pronunció al recibir el Premio Nobel en 1997.

 

Señoras y señores, algunos amigos míos, distinguidos hombres de letras, han declarado en diversas entrevistas a la radio o a la televisión: "Sin duda, el mayor premio lo merecen los miembros de la Academia Sueca por tener el coraje de conceder este año el Premio Nobel a un bufón". Estoy de acuerdo. El suyo ha sido un acto de valentía que raya la provocación.
 
Basta pasar revista al alboroto que ha provocado: sublimes poetas y escritores que normalmente ocupan las esferas más encumbradas y que rara vez se interesan por aquellos que viven y se afanan en planos más humildes, se han visto sacudidos por una suerte de torbellino. Como ya he dicho, aplaudo y coincido con mis amigos. Estos poetas habían alcanzado ya alturas parnasianas cuando ustedes, con su insolencia, les hacen caer tambaleándose a tierra, donde se dan de bruces con el lodo de la normalidad. Insultos y exabruptos se lanzan ahora contra la Academia Sueca, contra sus miembros y sus parientes hasta la séptima generación. Los más enardecidos claman: "¡Abajo el rey....de Noruega!". Parece que, en su obcecación, confunden una dinastía con otra. Hay quien aterrizó de mala manera, magullándose sus partes bajas. Hay informes que atestiguan que los nervios y el hígado de ciertos poetas han sufrido terriblemente. Durante un par de días, no había farmacia en toda Italia que pudiera proporcionar un tranquilizante. Pero, queridos miembros de la Academia, es hora de admitir que esta vez se han pasado. Quiero decir, venga ya, primero le dan el premio a un negro, luego a un escritor judío, y ahora a un payaso. ¿Qué pasa? Como dicen en Nápoles: ¿pazziàmme? ¿Han perdido el seso?
 
También la alta clerecía ha sufrido sus momentos de locura. Diversos potentados -importantes partidarios del Papa, obispos, cardenales y prelados del Opus Dei- se han subido por las paredes hasta el punto de solicitar la habilitación de la ley que permitía quemar en la hoguera a los bufones. A fuego lento.
 
Por otra parte, les puedo decir que hay un gran número de personas que se regocijan conmigo de su decisión. Y por ello quiero darles las gracias más festivas en nombre de una multitud de mimos, bufones, payasos, volatineros y cuentistas. Y hablando de cuentistas, no debo olvidar los de la pequeña ciudad junto al lago Maggiore donde nací y me crié, una ciudad con una rica tradición oral. Estaban los viejos cuentistas, los maestros vidrieros que nos enseñaron a mí y a otros niños el oficio, el arte de tejer fantásticas tramas. Les escuchábamos estallando en carcajadas, carcajadas que se helaban en nuestras gargantas cuando comprendíamos la trágica alusión que se escondía tras cada sarcasmo.